24 de febrero de 2011

1988

F, Martín palmea entre McHale y Parish
MARCOS PRIETO
Fue la primavera pasada cuando me vi obligado a rebuscar en armarios que llevaban demasiados años cerrados.  No soy una persona que se ajuste bien al calificativo de ordenada, pero sí creía tener claro qué cosas podría encontrar allí. Grave error. Sin previa preparación emocional, me topé con una caja que identificaba su contenido con un escueto “juguetes” escrito a rotulador.


Dudé unos segundos sobre si debía abrir o no aquel auténtico cajón de sastre y, en este caso, la curiosidad mató al treintañero nostálgico. Varios objetos saltaron a mi vista en cuanto quité la cinta de embalar que sellaba aquella caja repleta de recuerdos. Muñecos desmembrados, cromos, peonzas, un yoyó, material escolar diverso y… un vaso de plástico. Amarillento por el paso de los años, aquel recipiente había contenido muchos años antes un refresco que yo mismo había saboreado viendo un partido de baloncesto.


Utilicemos el vaso como máquina del tiempo para viajar hasta 1988. Un rechoncho niño de 9 años –yo, para más señas- pasa el tiempo en Oviedo botando un balón tricolor, devorando la revista “Gigantes” y programando el vídeo Beta para grabar “Cerca de las Estrellas”. Con una madre oficial de mesa y un tío árbitro, me hincho a ver partidos sin pasar por taquilla y admiro por igual a los jugadores de la NBA, a los de la ACB y a los de la Primera B, donde milita mi querido Tradehi Oviedo.

Sería en ese mismo verano de 1988 cuando el Real Madrid viajaría a Oviedo para jugar un partido de pretemporada frente al Tradehi. El equipo blanco llegaría con las ausencias de Petrovic, Romay,  Biriukov, Antonio Martín y Llorente, que se encontraban disputando los Juegos Olímpicos de Seúl, pero… ¡era el Real Madrid!  Además, gracias a una estúpida norma de la NBA, Fernando Martín no había podido acudir a la cita olímpica y también jugaría en mi ciudad a las órdenes del gran Lolo Sáinz.

Sólo recuerdo algunas imágenes sueltas del desarrollo de aquel partido.  El pelo blanco de Lolo, los mates de Villalobos y Cargol, los triples de Johnny Rogers… Sin embargo, mis recuerdos  se hacen más nítidos cuando visualizo el final del encuentro. Como la mayoría de los niños (y no tan niños), me dirigí a la salida de vestuarios del Real Madrid en cuanto sonó la bocina para conseguir un autógrafo o un choque de manos. Había mucha competencia  pero, una vez retirado el grueso de la expedición merengue, la cosa se despejó. En la pista se había quedado Fernando Martín concediendo una entrevista y yo no me iba a mover de la valla hasta que el primer español en jugar la NBA se fuera a la ducha.  Y fue ahí cuando se produjo uno de esos momentos mágicos que pasan a formar parte directamente en las “highlights” de toda una infancia. Fue sólo un choque de manos entre un profesional del baloncesto y un niño, pero la identidad del jugador, su historial y su breve futuro –maldito 3 de diciembre de 1989- sirvieron para grabar a fuego aquel gesto en mi memoria.

¿Y el vaso amarillento? Perdón, ya vamos con eso.

Seguimos en 1988, el verano ha terminado y una nueva temporada ha dado comienzo. La NBA ya había inaugurado un año antes una competición que enfrentaba a uno de sus equipos con los mejores clubes y selecciones del mundo bajo la denominación de Open McDonald’s. La segunda edición se iba a disputar en la capital de España con la participación del Real Madrid, los Boston Celtics, la selección de Yugoslavia y el Scavolini de Pessaro.  El torneo se convirtió en una obsesión enfermiza para mí durante meses, pero los 450 kilómetros que separan Oviedo de Madrid fueron una distancia insalvable pese a mis pataletas.

Consciente de mi decepción, mi madre decidió compensarme en lo posible y el día de la final me llevó al único McDonald’s que había en la ciudad –toda una atracción en aquellos tiempos para los niños ovetenses- para comprar la cena (bebida incluida) que degustaríamos viendo juntos el partido por la televisión. No fue como estar en el Palacio de los Deportes de Goya, pero ver en TVE a Romay pugnar por un rebote con Parish o a Petrovic encarando a Bird me hizo sentir que estaba viviendo un momento mágico. Ídolos de dimensiones diferentes unidos en un partido que finalizó con una de las derrotas más dulces (96-111) que el Real Madrid puede mostrar en su brillante palmarés. Un motivo más que justificado para conservar con orgullo un vaso de plástico que conmemoraba el enfrentamiento entre el club con más historia de Europa con la franquicia más legendaria de la NBA.

* Texto ganador del segundo premio del I Concurso Literario de la Asociación de Jugadores de Baloncesto del Real Madrid.   

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