28 de febrero de 2011

And the Oscar goes to...

Bryant lanza en suspensión ante Sefolosha.

La resaca de los Oscar y de un nuevo fin de semana de baloncesto provoca que la mente realice extraños paralelismos con la llegada del lunes. La victoria de Los Angeles Lakers en Oklahoma City este domingo por 90-87 daría para rodar una película que podría optar a numerosos premios, pero vamos a centrarnos en los reconocimientos a los intérpretes.

Como pasa en el Kodak Theatre, siempre hay un actor que a priori tiene todas las papeletas para llevarse la estatuilla dorada y, en el caso del equipo angelino, ese no puede ser otro que Kobe Bryant. El MVP del último All Star lleva bien el calor de los focos y en el Ford Center no renunció a protagonizar las escenas más arriesgadas, aunque para ello tuvo que apoyarse antes en otros actores a los que la catalogación de secundarios se les queda bastante corta.

Los “dobles-dobles” de Pau Gasol no son ninguna novedad, pero es necesario analizar en qué momentos del partido se produce su aportación para poder valorar realmente su peso en el equipo. El pívot catalán está firmando unos porcentajes de tiro extraordinarios en los momentos de la verdad y frente a defensores capaces de hacer de la intimidación un arte, como es el caso del congoleño y futuro español Serge Ibaka. Además, Gasol no está solo en la pintura, ya que Andrew Bynum también se está mostrando consistente cerca de los aros. Con sus dos pívots en plenas facultades, los Lakers tienen mucho ganado.

Por su parte, Ron Artest parece haber entendido que la competición se acerca a los momentos  decisivos y el equipo necesita, además de su gran aportación defensiva, sus particulares “cameos” en forma de canastas inesperadas y no demasiado estéticas que minan la moral de sus rivales.


En el otro lado de la balanza están las discretas actuaciones de dos jugadores que ahora mismo ostentan el denostado rol de figurantes. Lamar Odom  parece tener la mente bastante alejada de los triángulos ofensivos de Phil Jackson y sus lagunas de concentración son un grave problema para los defensores del anillo. En la posición de base, Derek Fisher sigue sin brillar y no está teniendo en Steve Blake un recambio de garantías para la dirección del juego. 

La regla dice que a más puntos de Bryant menores son las posibilidades de los Lakers y en Oklahoma City se volvió a cumplir frente a unos combativos Thunder. El escolta llegó con 15 puntos en su haber a los últimos cinco minutos del encuentro y reservó su mejor frase para la escena decisiva. Así, un enorme “fade away” del número 24 ponía el partido en manos de los de Phil Jackson a menos de un minuto para el final y silenciaba el pabellón. La rabia que se reflejaba en el rostro de Bryant tras esa canasta era la señal inequívoca de que la misión estaba cumplida. Otro Oscar más para la colección de "The Black Mamba".

El Ford Center se ha convertido en la cancha más ruidosa de la NBA y, desde los últimos Playoffs, también en una de las que mayor tirria guarda a los Lakers. El ya universal “beat L.A.” resuena con fuerza en las gradas ocupadas por una afición que desea ver a la franquicia más joven de la liga dando un paso más en la lucha por el anillo. Para conseguirlo también tienen a su actor principal -Kevin Durant- , su co-protagonista –Russell Westbrook- y sus secundarios de lujo, encabezados por Ibaka, James Harden  y Thabo Sefolosha. Si a Kendrick Perkins y Nate Robinson se les pasa pronto el cabreo por su traspaso desde los Celtics, Oklahoma City puede pensar ya en el Oscar al mejor guión adaptado, que se sumaría al de artista revelación conseguido la temporada pasada.



24 de febrero de 2011

1988

F, Martín palmea entre McHale y Parish
MARCOS PRIETO
Fue la primavera pasada cuando me vi obligado a rebuscar en armarios que llevaban demasiados años cerrados.  No soy una persona que se ajuste bien al calificativo de ordenada, pero sí creía tener claro qué cosas podría encontrar allí. Grave error. Sin previa preparación emocional, me topé con una caja que identificaba su contenido con un escueto “juguetes” escrito a rotulador.


Dudé unos segundos sobre si debía abrir o no aquel auténtico cajón de sastre y, en este caso, la curiosidad mató al treintañero nostálgico. Varios objetos saltaron a mi vista en cuanto quité la cinta de embalar que sellaba aquella caja repleta de recuerdos. Muñecos desmembrados, cromos, peonzas, un yoyó, material escolar diverso y… un vaso de plástico. Amarillento por el paso de los años, aquel recipiente había contenido muchos años antes un refresco que yo mismo había saboreado viendo un partido de baloncesto.


Utilicemos el vaso como máquina del tiempo para viajar hasta 1988. Un rechoncho niño de 9 años –yo, para más señas- pasa el tiempo en Oviedo botando un balón tricolor, devorando la revista “Gigantes” y programando el vídeo Beta para grabar “Cerca de las Estrellas”. Con una madre oficial de mesa y un tío árbitro, me hincho a ver partidos sin pasar por taquilla y admiro por igual a los jugadores de la NBA, a los de la ACB y a los de la Primera B, donde milita mi querido Tradehi Oviedo.

Sería en ese mismo verano de 1988 cuando el Real Madrid viajaría a Oviedo para jugar un partido de pretemporada frente al Tradehi. El equipo blanco llegaría con las ausencias de Petrovic, Romay,  Biriukov, Antonio Martín y Llorente, que se encontraban disputando los Juegos Olímpicos de Seúl, pero… ¡era el Real Madrid!  Además, gracias a una estúpida norma de la NBA, Fernando Martín no había podido acudir a la cita olímpica y también jugaría en mi ciudad a las órdenes del gran Lolo Sáinz.

Sólo recuerdo algunas imágenes sueltas del desarrollo de aquel partido.  El pelo blanco de Lolo, los mates de Villalobos y Cargol, los triples de Johnny Rogers… Sin embargo, mis recuerdos  se hacen más nítidos cuando visualizo el final del encuentro. Como la mayoría de los niños (y no tan niños), me dirigí a la salida de vestuarios del Real Madrid en cuanto sonó la bocina para conseguir un autógrafo o un choque de manos. Había mucha competencia  pero, una vez retirado el grueso de la expedición merengue, la cosa se despejó. En la pista se había quedado Fernando Martín concediendo una entrevista y yo no me iba a mover de la valla hasta que el primer español en jugar la NBA se fuera a la ducha.  Y fue ahí cuando se produjo uno de esos momentos mágicos que pasan a formar parte directamente en las “highlights” de toda una infancia. Fue sólo un choque de manos entre un profesional del baloncesto y un niño, pero la identidad del jugador, su historial y su breve futuro –maldito 3 de diciembre de 1989- sirvieron para grabar a fuego aquel gesto en mi memoria.

¿Y el vaso amarillento? Perdón, ya vamos con eso.

Seguimos en 1988, el verano ha terminado y una nueva temporada ha dado comienzo. La NBA ya había inaugurado un año antes una competición que enfrentaba a uno de sus equipos con los mejores clubes y selecciones del mundo bajo la denominación de Open McDonald’s. La segunda edición se iba a disputar en la capital de España con la participación del Real Madrid, los Boston Celtics, la selección de Yugoslavia y el Scavolini de Pessaro.  El torneo se convirtió en una obsesión enfermiza para mí durante meses, pero los 450 kilómetros que separan Oviedo de Madrid fueron una distancia insalvable pese a mis pataletas.

Consciente de mi decepción, mi madre decidió compensarme en lo posible y el día de la final me llevó al único McDonald’s que había en la ciudad –toda una atracción en aquellos tiempos para los niños ovetenses- para comprar la cena (bebida incluida) que degustaríamos viendo juntos el partido por la televisión. No fue como estar en el Palacio de los Deportes de Goya, pero ver en TVE a Romay pugnar por un rebote con Parish o a Petrovic encarando a Bird me hizo sentir que estaba viviendo un momento mágico. Ídolos de dimensiones diferentes unidos en un partido que finalizó con una de las derrotas más dulces (96-111) que el Real Madrid puede mostrar en su brillante palmarés. Un motivo más que justificado para conservar con orgullo un vaso de plástico que conmemoraba el enfrentamiento entre el club con más historia de Europa con la franquicia más legendaria de la NBA.

* Texto ganador del segundo premio del I Concurso Literario de la Asociación de Jugadores de Baloncesto del Real Madrid.   

23 de febrero de 2011

El espía que amaba el baloncesto


Kalmanovich, junto a la estadounidense Sue Bird.
MARCOS PRIETO
Los días se hacen excesivamente cortos en Moscú a mediados de otoño. No eran aún las cinco de la tarde del 2 de noviembre y ya era noche cerrada cuando Shabtai von Kalmanovich regresaba a su domicilio en el centro de la capital rusa a bordo de uno de sus flamantes Mercedes en compañía de uno de sus socios. Al volante, su chófer de confianza, Fyotor Tomnov. Kalmanovich estaba contento por los resultados del equipo de baloncesto femenino que presidía, el poderoso Spartak de Moscú, e ilusionado por la posibilidad de conseguir el título de campeón de la Euroliga por cuarta temporada consecutiva. De repente, en un cruce, muy cerca de la sede del Gobierno ruso, un Lada Priora se situó a la par del vehículo del multimillonario lituano. En apenas un segundo, dos armas automática aparecieron por las ventanillas y abrieron fuego de forma indiscriminada contra el Mercedes. Con Kalmanovich agonizando en el asiento de atrás y su acompañante también herido, Tomnov tuvo el impulso de perseguir al coche de los asesinos, pero sus graves heridas le impidieron llevar a cabo ese último servicio para el que hasta ese momento había sido su jefe.

Hasta veinte impactos de balas de nueve milímetros contó la policía moscovita en el cuerpo del empresario de 59 años, que falleció prácticamente en el acto. La marca de un asesinato por encargo y obra de profesionales sobrevolaba por todo el escenario de un crimen que ha consternado especialmente a una sociedad rusa que se pregunta las motivaciones del mismo. Los ajustes de cuentas están a la orden del día en Moscú, pero no siempre dejan como resultado el cadáver de un empresario tan afamado y, mucho menos, a tan pocos metros de las oficinas del mismísimo primer ministro, Vladímir Putin.

Con una biografía que no desentonaría en una novela de John Le Carré, Shabtai von Kalmanovich, padre de cuatro hijos en tres matrimonios, se había convertido en los últimos años en uno de los hombres más influyentes del deporte europeo y un personaje muy conocido en Rusia. Con su talante abierto y su amor por el baloncesto femenino, el dirigente despertaba admiración y simpatía, pero también odios. No era un magnate caprichoso al uso, aunque le gustaba hacer las cosas a lo grande, como por ejemplo contratar a estrellas del espectáculo de la talla del fallecido Michael Jackson, Liza Minelli o el tenor español José Carreras.

Tal vez podría haberse dejado llevar por los cantos de sirena que llegaban desde el aparentemente más rentable mundo del fútbol, donde tanta fama ha cosechado Roman Abramovich al frente del Chelsea londinense, pero Kalmanovich estaba dispuesto a llegar donde no había llegado nadie en otro deporte, el baloncesto. Único dirigente capaz de ganar las máximas competiciones europeas con un equipo masculino y uno femenino, el millonario lituano comenzó su andadura en el mundo de la canasta en 1996 como copropietario del equipo de su Kaunas natal, el legendario Zalgiris, que conseguiría proclamarse campeón de la Euroliga en 1999. El presidente de Lituania concedió a Kalmanovich el título de duque a raíz de este éxito.

Después llegaría su primer título europeo femenino con el Ekaterimburgo (2003). Sus tres entorchados continentales consecutivos con Spartak de Moscú (2007, 2008, 2009) son una marca difícil de batir y, tal vez por eso, el empresario también había vinculado su nombre en los últimos años al de la selección rusa femenina como manager general. Las malas lenguas aseguran que él y su dinero fueron quienes convencieron a la base estadounidense Becky Hammon para que defendiera los colores de Rusia tras ser descartada por la selección de EE UU.

Las jugadoras del Spartak simplemente le idolatraban. Una de las estrellas del equipo y de la selección estadounidense, Diana Taurasi, reconocía la pasada temporada sin tapujos que Shabtai era “un tipo fenomenal que paga mucho dinero” y que él fue quién la convenció hace tres años para que se quedara jugando en la fría Rusia tras una primera temporada frustrante. Y es que Kalmanovich controlaba el equipo de cabo a rabo, como se pudo comprobar durante la última Final Four de la Euroliga disputada en Salamanca. Desde las relaciones públicas hasta las decisiones técnicas, todo era controlado por el magnate. Su sitio en los partidos siempre era en primera fila y muy cerca del banquillo. Sin objeciones. 

“Yo te mostraré una Rusia diferente”, le aseguró Kalmanovich en 2006 a una Taurasi que sigue sumando éxitos en Moscú junto a jugadoras como Lauren Jackson, Sylvia Fowles, Kelly Miller, Irina Osipova, Marina Karpunina, Sonja Petrovic. Por si fuera poco, el equipo se ha reforzado esta temporada con otros nombres de relumbrón como los de Anete Jekabsone e Illona Korstin. Un auténtico “all star” internacional construido a base de dólares, muchos dólares, y que ya sumó su primer título de la temporada el pasado mes de octubre al pasar por encima del Galtasaray turco (92-59) en la final de la Supercopa sin la presencia de sus estrellas de la WNBA.





Pero antes del baloncesto hubo otra vida para Kalmanovich. Una vida en la que los balones y las canastas fueron sustituidos por las identidades falsas, los engaños y también la cárcel.

Kalmanovich nació en Kaunas el 18 de diciembre de 1949 en el seno de una de las familias soviéticas más adineradas. En 1972 se graduó en el Instituto Politécnico de su ciudad natal, antes de emigrar con su familia a Israel, donde cursaría estudios universitarios. Una vez licenciado se dedicó al comercio y a la construcción, aunque no tardaría en ser reclutado por la KGB (servicio de inteligencia soviético).

Una de sus primeras tareas como agente fue verificar información acerca de NATIV, una institución judeo–sionista cuyo objetivo es la transmisión y creación cultura, que Moscú consideraba un frente para la actividad de espionaje que fomentaba los disturbios y la disidencia contra el régimen soviético.

De acuerdo con lo publicado por el escritor israelí Sam Vaknin en su libro “A Russian Roulette”, Kalmanovich desempeñó más tarde funciones de consejero en materia de inmigración de la “dama de hierro” israelí, la primera ministra Golda Meir. Posteriormente, fue contratado para trabajar por el ex diputado Samuel Flatto-Sharon y también tuvo acceso al ex ministro de Finanzas, Yigal Hurvitz, durante el mandato de éste como diputado. 

África sería su siguiente destino, concretamente en Botswana y Sierra Leona, donde su compañía LIAT poseía el único operador de transporte en autobús de Freetown.

El tráfico de diamantes permitió a Kalmanovich relacionarse con las élites corruptas de Sierra Leona, incluido el presidente Momoh. Además, entre 1986 y 1987 se le relacionó con el IPE, un grupo establecido en Londres, del que se decía formaban parte antiguos miembros del Mossad (servicio de inteligencia israelí) y otros baluartes del sistema de defensa israelí, incluidos algunos de los implicados en el escándalo “Irán-Contra”.

Ser un agente de la KGB siempre fue una opción muy lucrativa que permitía viajar por el mundo, aprender idiomas, manejar armas y hacer contactos que tras la caída de la URSS podían ser de mucha utilidad. Kalmanovich lo sabía y, posiblemente, a finales de los 80 ya tenía la mente puesta en su futuro como empresario y quién sabe si ya como gestor deportivo. Adiós a las armas.

Sin embargo, sus planes se truncaron en 1988, cuando fue acusado por el Gobierno israelí de espiar para la KGB durante 17 años, por lo que se le condenó a diez años de cárcel de los cuales solo cumplió siete debido a unos supuestos problemas de circulación en sus piernas. Durante su cautiverio, la mujer de Kalmanovich en aquel momento solicitó un divorcio que reveló la vida de lujo que el espía había tenido en prisión con visitas femeninas y comidas especiales incluidas. Sus vigilantes lo definirían años después como “una mente maestra”.

Cuando en 1993 lo pusieron en libertad, Kalmanóvich regresó a Rusia, donde se dedicó a los negocios, fundamentalmente al comercio. Llevó a cabo la reconstrucción del mercado Tishinski de Moscú, transformándolo en un centro comercial moderno, del que era director general desde 1994. Su relación con el baloncesto le proporcionaría además la notoriedad pública necesaria para tener acceso a nuevas y lucrativas vías de negocio.

Pocas horas después de su muerte, desde Israel algunos apuntaban que el Mossad podría estar detrás del asesinato de quien un día traicionó al pueblo judío. En Moscú y en Kaunas se llora simplemente la pérdida de un hombre que amaba el baloncesto y cuya ambición parecía no tener límites.


* Texto ganador del I Concurso Literario BasketMe

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