30 de mayo de 2016

Lo siento


Cuando alguien sufre una desgracia —véase el fallecimiento de un ser querido o la pérdida de un puesto de trabajo— allegados y conocidos suelen mostrar su solidaridad con un sincero “lo siento”. Reconozco que a mí siempre me ha costado utilizar esa fórmula y la pronuncio con la boca pequeña, más hacia adentro que hacia fuera, porque siento que miento. Me compadezco del desgraciado, claro, pero mi dolor, si es que existe, está a años luz del que puede estar experimentando la persona directamente afectada. En definitiva, pienso que mi “lo siento” es más falso que un bolso de Louis Vuitton comprado en los pasillos del metro.

Desde la medianoche del pasado sábado he recibido un buen número de condolencias de gente que me conoce (e incluso me quiere) diciéndome “lo siento”. Sienten que mi equipo haya perdido un partido de fútbol o, mejor dicho, una tanda de penaltis. Ya ves tú, con la cantidad de desgracias que suceden en el mundo hay gente que se acuerda de uno de los 20.000 pobres diablos rojiblancos que viajaron hasta Milán para ver a su equipo de fútbol quedarse a las puertas de la gloria.

Muchos de esos “lo siento” proceden de seguidores del rival, del que no falló ningún penalti el sábado y alzó la copa con todo merecimiento. De algunos de ellos no dudo; sé que viven las victorias y las derrotas de su equipo de una manera parecida a la mía —muchos estaban en San Siro, en la grada de enfrente, la de los asientes verdes— y saben bien cuánto se jugaban unos y cuánto más los otros. También se acuerdan de este perdedor vencedores que no estaban allí, pero que seguro se habrían dejado amputar unos cuantos dedos por haber estado. Para todos ellos ha ido mi enhorabuena, que, aquí confieso, es más cortés que sincera.

Curiosamente, estos colegas de pasión con diferente camiseta son bastante parcos en palabras y no acompañan su “lo siento” de frases ajadas como “el fútbol es así” o “ya os tocará”, ni afirman que, por una vez, no les habría importado ver arder a su equipo en el infierno para que el Atleti hubiera ascendido al cielo milanés. A los que me dicen este tipo de cosas no les respondo nada porque nada se me ocurre. Supongo que a ellos sí les aliviará escuchar ese tipo de cosas al sufrir una desgracia.

-       Mi casa ha ardido.

      —Lo siento, el fuego es así. Ya te darán otra.

En la grada de asientos azules de San Siro, la de los colchoneros, no escuché a nadie decir “lo siento”. Puede que un padre se lo dijera a su hijo de ocho años que lloraba desconsoladamente con la cabeza hundida en su camiseta con el 9 de Torres, pero yo no lo escuché. Puede que leyera un “lo siento” en los labios a Juanfran cuando se acercó al fondo suplicando perdón en un gesto tan noble como innecesario, pero tampoco estoy seguro. Es posible que los ojos de Simeone también ocultaran esas dos palabras mientras el técnico aplaudía a una afición que sabe perfectamente que el Cholo es más de ponerse en pie que de besar la lona.

Para quienes comparten la devoción por el Atlético y saben todo lo que hay detrás escuchar ahora un “lo siento” es algo así como recibir un mensaje inaudible procedente del espacio exterior. No se puede sentir nada parecido a lo que sintieron los atléticos el sábado pasado sin ser uno de ellos; es imposible. Un puñetazo en el estómago que duele tanto que no te deja ni llorar. Una puñalada en el pecho que has aprendido a disfrutar como un placer cruel porque entra siempre por un agujero que nunca va a cicatrizar. Sufrir, sufrir y volver a sufrir.

Alrededor del Atlético de Madrid se ha ido creando desde hace varias décadas un halo de misticismo fundamentado en la capacidad del club y sus aficionados para sobreponerse una y otra vez a las adversidades. El discurso de Simeone y de todo el club sigue esa línea que también funciona como efectiva imagen de marca. “Nunca dejes de creer”, repiten los atléticos una y otra vez como un mantra que traspasa la frontera del fútbol hacia la vida de cada uno. Desde fuera puede parecer todo un tanto exagerado teniendo en cuenta que estamos hablando de un juego, pero no hay que olvidar que las victorias y las derrotas, aún siendo deportivas, son lecciones que vamos aprendiendo y nos marcan profundamente en nuestro trayecto vital.

No descubro nada diciendo que los seguidores del Atleti se sienten especiales y que cada golpe, por duro que sea, les aferra más y más al escudo de su equipo. Seguro que los aficionados de otros clubes acostumbrados a lidiar con la decepción saben de lo que hablo. No creo que la historia del fútbol deba nada al Atlético como tampoco creo en la mala suerte. Lo acaecido en San Siro es otro golpe más, tal vez el más duro, pero es posible que eso fuera precisamente lo que necesitaban los colchoneros para sentirse aún más únicos y cantar con más fuerza que nunca aquello de “volveremos, volveremos”. Lo que necesitaba el Atleti para seguir siendo el Atleti y no otra cosa.

Los que acompañáis a los atléticos en el sentimiento en estos momentos difíciles debéis saber que es imposible ponerse en su lugar sin compartir su pasión, “lo siento”. Si de verdad os produce una sensación horrible e inexplicable que un poste haya privado al Atlético de ganar su primera Champions League, si sentís ese dolor, es que a lo mejor sois uno de ellos, uno de nosotros. En ese caso, enhorabuena.

24 de enero de 2013

¿Por qué no Mookie Blaylock?

Mookey Blaylock en un cromo de Upper Deck.

Uno de los grandes retos que afronta en sus inicios un grupo de cualquier estilo musical es el de la elección de su nombre. A veces se trata de una decisión largamente meditada por uno o varios de los componentes de la banda y en ocasiones surge por pura casualidad o como fruto de una broma interna. En el caso que nos ocupa, fue el segundo de los supuestos el que llevó a una de las bandas de rock más aclamadas de los últimos veinte años a tomar prestado el nombre de un jugador de baloncesto. Al menos, durante un tiempo.

Daron Orshay Blaylock (Garland, Texas, 1967) fue un base rápido y con gran capacidad defensiva que construyó una sólida carrera de 13 años en la NBA jugando en New Jersey Nets, Atlanta Hawks y Golden State Warriors entre 1989 y 2002. Gran tirador de tres puntos y elegido mejor “ladrón” de la liga en las temporadas 96-97 y 97-98, Blaylock llegó a codearse con los mejores en el All Star (1994) y vivió sus mejores años como profesional en las filas de los Hawks. Pese a sus grandes logros en la pista, el jugador gozó siempre del cariño de los aficionados por su simpático e infantil apodo, que coincidía con el del repartidor de pizzas que Spike Lee interpreta en su película  Haz lo que debas. El sobrenombre de “Mookie” unido al apellido “Blaylock” provocaba que pocos se olvidaran del base.

Su nombre también hacía gracia a una banda de jóvenes melenudos que en 1990 estaban comenzando a dar que hablar en el caldeado ambiente musical de la ciudad de Seattle. Aún sin nombre, el grupo se encontraba preparando lo que un año después sería su primer disco y, tras una de las sesiones de grabación, decidieron introducir un cromo del entonces jugador de los Nets en la caja que contenía la casete con una de las maquetas. Todo habría quedado en un hecho irrelevante si no fuera porque poco después serían invitados a participar en un tour de diez conciertos con Alice in Chains, grupo que ya había empezado a gozar de cierta popularidad.

La improvisada gira provocó las consiguientes prisas por bautizar al grupo. Alguien se fijó en la casete y dijo “¿por qué no Mookie Blaylock?”. Como todos eran aficionados al baloncesto y sentían especial predilección por el base de los Nets, nadie se opuso a la propuesta y el grupo debutó con ese nombre en el club Off Ramp de Seattle el 22 de octubre de ese año. La idea era utilizar el nombre únicamente en aquella gira, pero los compromisos comenzaron a acumularse y la banda siguió tocando como Mookie Blaylock hasta poco tiempo antes de publicar su disco de debut ya con el nombre definitivo del grupo, que no era otro que Pearl Jam. 

Los Mookie Blaylock, en 1991, durante una actuación en el club Off Ramp de Seattle.

Como todos sabemos, la banda se convirtió en uno de los grupos más influyentes de la década de los 90, encabezando junto a Nirvana esa difusa corriente que vagamente se denominó grunge. Las malas lenguas decían que a Mookie Blaylock no le había gustado nada la utilización de su nombre y había amenazado con interponer una demanda. Nada más lejos de la realidad porque, en realidad,  Blaylock se sintió honrado al enterarse del hecho y no tardó en convertirse en un fiel seguidor del grupo, sin llegar a los extremos de devoción por los de Seattle que demostró Dennis Rodman.

Pero la predilección de la banda por el base no terminó con el cambio de nombre y buena prueba de ello fue que bautizara su primer disco como “Ten”, en referencia al número que siempre acompañó a Blaylock. Además, Eddie Vedder lució su camiseta de juego en varios conciertos y el bajista Jeff Ament, gran aficionado al baloncesto, llegó a compartir unos tiros a canasta con el jugador años después.

La Historia es caprichosa y no puede reservar el espacio necesario para todos los jugadores de baloncesto, ni siquiera para los de la NBA. Tampoco tiene sitio para todas las bandas de rock, aunque Pearl Jam posee allí una buena parcela desde hace años. No hay duda de que Mookie Blaylock fue un gran jugador, pero es posible que el paso del tiempo vaya tapando sus estadísticas y en el futuro sea más recordado por haber dado nombre a un grupo de jóvenes melenudos en bermudas que por sus triples y sus robos de balón. Y todo por un apodo.

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En Pearl Jam Twenty (2011), documental dirigido por Cameron Crowe como conmemoración de las dos décadas de vida de la banda, queda registrada unas divertidas imágenes en las que el grupo anuncia su inminente cambio de nombre.  

En este otro vídeo podemos ver al cantante Eddie Vedder (camiseta de los Bulls incluida) y al guitarrista Mike McCready durante una entrevista concedida en 1991 al programa Headbangers Ball de la MTV en la que hablan sobre su amor por Mookie Blaylock y el cambio de nombre del grupo.






18 de enero de 2013

Cuando Grateful Dead patrocinó (y vistió) a Lituania




La selección lituana de 1992, en una pausa de su viaje psicodélico, con la equipación de Grateful Dead.

Visionando el estupendo documental The Other DreamTeam (2012) he recordado un póster algo macarra que presidió la puerta de mi habitación durante gran parte de mi adolescencia y que aún debe permanecer enrollado en algún lugar indeterminado de mi hogar familiar. En él aparecía una ilustración extremadamente colorista en la que un esqueleto con el uniforme de la selección lituana realizaba un contundente mate. Sinceramente, no me parecía bonito entonces y me parece horrible ahora, pero tenía que haber algo que lo hacía suficientemente especial para que lo exhibiera en mi cuarto junto a Claudia Schiffer, Shawn Kemp y Terminator.

Nos situamos en 1992. Lituania vive una larga resaca tras celebrar su independencia de la ya extinta Unión Soviética y acaba de darse cuenta de que en el camino hacia  la libertad se ha quedado prácticamente arruinada. Un gran inconveniente a la hora de financiar a los deportistas que han de competir ese mismo año en los Juegos Olímpicos de Barcelona y, en especial, a los representantes de su deporte nacional, el baloncesto. Con los ya consagrados Sabonis, Kurtinaitis, Homicius y el joven Karnisovas en sus filas, el equipo dirigido por Vladas Garastas tenía todas las papeletas para luchar por una medalla que no fuera la de oro, ya adjudicada al equipo estadounidense con su Dream Team original e irrepetible. Pero lo primero era lo primero y antes de jugar había que conseguir el dinero necesario para cubrir las necesidades básicas del equipo y poder viajar a Barcelona.

La ilustración de Greg Speirs hecha camiseta.
En esas estaba el escolta Sarunas Marciulonis, que en aquella época militaba en los Golden State Warriors y ya se había convertido en uno de los primeros europeos en hacerse un nombre en la NBA. Su búsqueda de un patrocinador para el combinado nacional encontró un curioso e inesperado apoyo en los Grateful Dead.  Los miembros de la legendaria banda psicodélica de San Francisco pensaron que unas de sus típicas camisetas desteñidas diseñadas por Greg Speirs para la ocasión podrían proveer de fondos a los necesitados lituanos.
La camiseta tuvo un éxito de inmediato en EE.UU. y su diseño rápidamente fue importado a posters y demás mercadotecnia antes de convertirse en el uniforme oficial de la selección lituana, que lució orgullosa la colorista propuesta de su patrocinador. Una ropa que puede producir los efectos de un viaje de LSD y que el equipo también vistió en el podio del Pabellón Olímpico de Badalona, cuando recibió una medalla bronce que sabía a oro. No en vano,  los lituanos habían caído en las semifinales frente al invencible Dream Team y derrotar en la lucha por la tercera plaza a Rusia (CEI en aquel momento) con todo el significado político que esa victoria podía tener.

Seguramente Jerry Garcia celebró en San Francisco aquel triunfo junto a sus compañeros de Grateful Dead pero no por los beneficios económicos que el diseño cedido por la banda iba a seguir generando durante gran parte de los 90, sino por pura simpatía hacia Marciulonis y sus compañeros. De hecho, tras financiar al equipo en Barcelona 92, Greg Speirs decidió donar todo el dinero obtenido a través de su Slam Dunk Skeleton a los niños sin recursos del país báltico.  

Por cierto, mi póster no está en venta.

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